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Tuesday, July 25, 2006

TE HABLO DESDE LA PRISION. (2ª parte)
Debo señalar, con honradez, que el trato que se me dio en las instalaciones de la “sijin”, antes de trasladarme a la cárcel nacional fue, a pesar de las limitadas condiciones del reclusorio, digno y respetuoso por parte de las autoridades de policía, aunque las medidas reglamentarias y disciplinarias resultan, algunas de ellas, absurdas. Pues no otro calificativo se le puede dar, por ejemplo, a la prohibición de ingresar radios, libros, periódicos o despojar de cordones, cinturones, máquinas de afeitar e, inclusive, almohadas a los que ingresaban, dizque para evitar los suicidios, si en el interior de los calabozos lo único que había era cuerdas para secar la ropa y cables de donde, desnudos, colgaban los bombillos. El texto que se permitía era las Biblia, cuyas hojas, por lo finas o poco gramaje, los reclusos utilizaban, como “sábanas”, para armar los cachos de marihuana. La razón que yo, pensando, encontraba para tan absurdas medidas era la que todo el mundo ya sabe: La corrupción, pues si el recluso necesitaba cualquiera de los elementos de prohibida circulación, cualquiera, lo procedente era hablar con la policía de guardia para que, por una generosa colaboración, se levantara la prohibición y ella misma recomendara e hiciera la compra, pues sabían de precios y de los sitios más cercanos donde se podía hacer la adquisición. Como se prohibía, igualmente, el ingreso de dinero, las transacciones se debían hacer desde afuera, con los familiares o través de tarjetas telefónicas que, para el efecto, se constituían en el patrón de cambio.
Todas estas prácticas, como lo contaré detalladamente más adelante, se replicaban en la cárcel Modelo a otros niveles y en más grandes proporciones. Allí, al interior del reclusorio, la disciplina, el aseo, el respeto y el orden lo imponen, por consenso, los mismos internos, bajo la coordinación de uno de ellos que, por lo regular, es el más antiguo, pues es él el que señala los turnos para el aseo, la hora en que se debe hacer, la forma y los horarios en que se deben o pueden utilizar los baños, así como es el encargado de recibir y repartir las comidas. Para ello, para todas estas actividades, cada interno debe, por turnos, prestar su colaboración y si no lo quiere hacer debe pagarle a otro interno para que lo haga y allí, por cualquier peso, lo único que se ofrecen son colaboradores.
Se encuentra uno con todo tipo de personajes, desde los más humildes, desadaptados, desarraigados o conflictivos hasta los más pacientes, sumisos o imponentes. Unos doliéndose de su suerte, otros buscando los errores que los condujo allí, algunos arrepentidos, pero todos confundidos pues hasta ahora empezábamos un largo, tortuoso e incierto camino judicial por recorrer. En fin, toda la condición humana en un solo drama y yo haciendo parte, descarnadamente, de ella.
La comida, suministrada por la policía, tenia, por su empaque de icopor, buena presentación en el exterior, la pobreza se descubriría en su interior porque a pesar de que parecía aseada y llegaba tibia , no pasaba de una porción muy pobre de arroz, una papa o una tajada de plátano, fríjol, arveja o lentejas sin que nunca se asomara entre tal amasijo un trozo, así fuera pequeño, de carne o pollo, para no mencionar, por iluso, un pedazo de pescado, claro que todo se regaba con una sopa fría, desabrida y un jugo artificial aguado. Era el mismo menú para la “cena”, lo que cambiaba era el empaque porque a pesar de que seguía siendo de icopor, era nuevo. El desayuno era cosa aparte, no porque mejorara, sino porque era especial: Una colada aguada de avena, un pedazo de salchichón en medio de un pan duro y una naranja o un mango. El único queso, huevo o chocolate que allí se veía era el que comían los policías en sus desayunos. Para cambiar el menú de cualquiera de los “golpes” se debía acudir al contrabando con la complicidad de los policías a quienes había que invitar para que fueran por a los restaurantes vecinos por una comida decente.
No me puedo quejar de la consideración con que me trataron todos los internos, con absoluto y mutuo respeto, aunque no faltaba el que se quisiera aprovechar de mi temor, mi angustia y mi primiparada pero que inmediatamente eran contrarestado por los otros internos para evitar el desorden y el caos al interior. Quedé sorprendido gratamente del trato que entre ellos, todos, se brindaban, pues en el tiempo en que estuve, que fueron casi ocho días, nunca hubo una pelea, una discusión o una rencilla y por el contrario el espíritu de colaboración y solidaridad que se respiraba no se ve ni siquiera en las más católicas de las iglesias para no mencionar los clubes o las oficinas de trabajo.
Lo cierto es que allí el drama permite que la persona recupere la condición humana, pues como decía en un grafiti, que después encontré replicado en el frontispicio de un pabellón en la “Modelo”, lo que ingresa al sitio de internamiento es el delincuente no el delito. En este orden de cosas fui recuperando, poco a poco, mi sosiego, a pesar de que en las noches no dormía tampoco podía hacerlo en el día y por supuesto todo mi tiempo transcurría dándole paso a mis pensamientos, a mis temores y a mi dolor, multiplicado todo por mi sensación de impotencia y angustia por lo que iba a ser de mis hijos y de mi hogar. Ese peso hacía cada día más insoportable mi reclusión.
Cuando mis pensamientos me lo permitían, que era muy pocas veces, trataba de leer en medio de la algarabía y el bullicio que representaba, por un lado, un televisor con mala señal y peor sonido prendido todo el día y, por otro, corrillos de internos jugando cartas, dominó o contándose sus experiencias delictivas los más. Alguno que otro, al principio, y cuando se colaba la información de que yo, uno de sus compañeros, era abogado, se acercaba a contarme, en busca de una consulta o un consuelo, su caso. Así, poco a poco, fui conociendo, uno a uno, el drama de cada uno de los improvisados amigos de infortunio.
El drama y la incertidumbre se acentuaba a medida que se acercaba la fecha del traslado a la cárcel “Modelo”, adonde inexorablemente sería trasladado, a pesar de que moví cielo y tierra para evitarlo y en contravía de la información que me suministraban “los reincidentes” que, pensaba yo, por tratar de mitigar mi angustia, insistían en que allí era mucho mejor que en la “Sijin”, pues las visitas de los familiares eran todo el día los sábados y domingos y no quince minutos cada domingo como acá; que allí, agregaban, había más espacio, patios, comedores e iba a conocer mucha gente a quien ayudarle, en fin, que no me preocupara.
Lo cierto es que ese día llegó un martes…..

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