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JURIMPRUDENCIAS
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Tuesday, July 25, 2006

TE HABLO DESDE LA PRISION (3ª Parte)


El día que tanto temía llegó. El martes siguiente, después de un interminable puente festivo, fui remitido, con mis compañeros de infortunio, a la cárcel “Modelo”, para lo cual me despertaron a las cinco de la mañana, con el fin de esperar listo a la patrulla de Policía que habría de trasladarnos. Esperaba para tal efecto un despliegue policivo, con motos, sirenas y patrullas motorizadas, semejante al utilizado para movilizarme, el día de mi captura, del aeropuerto a la estación de policía. Pero no. Ese día solo llegó por nosotros un somnoliento agente de policía, al mando de un furgón, sin ninguna escolta, como único encargado de transportarnos a nuestro sitio de reclusión. Mientras nos movilizaban, al tiempo que por mi cabeza pasaban miles de atropelladas ideas, en medio de un indecible frío producto más del miedo que del clima, por una pequeña ventana del camión, también pasaba la ciudad, que hasta ahora, en forma perezosa, empezaba a despertar.

A las cinco y media de la mañana o media hora más tarde llegamos a la entrada de la temida cárcel, esposados como abordamos, así nos bajaron del transporte, anclados los unos a los otros y nos formaron recostados a la pared, con todos nuestros enseres, colchoneta, cobija, almohada, ropa, utensilios de aseo y mis medicamentos, todos embutidos apresuradamente dentro de un bolsa oscura, de las de depositar basura, porque como les conté no estaban permitidas las maletas de equipaje. Allí, apoyados sobre un muro frió y sucio, veía como, poco a poco, iban llegando otras patrullas con sus respectivas remisiones , conformándose al final, cuando abrieron la puerta del reclusorio, a las siete de la mañana, una interminable fila de casi cien reclusos, unos tan o más asustados que yo, otros ya cancheros, pero todos, eso sí, con la ilusión de salir pronto del encierro que nos esperaba.

Durante la hora que estuve esperando, en medio del helaje y mis compañeros, a que abrieran la puerta del penal, pensaba y todavía no asimilaba lo que estaba pasando, me negaba a creer que eso me estuviera pasando a mi y de vez en cuando interrumpía mis pensamientos para preguntarle al vecino, que al parecer tenia experiencia, cuál era el mejor patio, solo con la esperanza de que me respondiera lo que ya todo el mundo me había dicho: El numero 3 y al cual estaba seguro llegaría por el tráfico de influencias, debo confesarlo, que movilicé mientras estuve en la estación de Policía. Pero el vecino no solo me respondió lo que le pregunté, agregó, para tranquilizarme seguramente, que las cosas no eran tan dramáticas como las adivinó en mi palidecido rostro. También me relató su caso y me dio algunas instrucciones de como comportarme frente a la guardia y frente a los otros internos, a pesar de que yo sabia, en la teoria, que en la prisión existen dos códigos de comportamiento diferentes: El oficial, para llamarlo de alguna manera, representado en los reglamentos que disciplinan la vida en la cárcel y el informal que es el que realmente rige y medidante el cual se regulan las relaciones entre los internos, conforme al cual el deber de fidelidad no es con la gurdia sino con sus compañeros, por lo que nunca se debe suministrar información que pueda perjudicarlos. La experiencia se encargaría de demostrarme que así es, que los presos se rigen por sus propias leyes y se sanciona ejemplarmente a quien no las cumpla.

Pero el miedo que me consumía no era tanto por el presente que me esperaba al interior de la cárcel sino el futuro que me deparaba mi condición de exconvicto cuando saliera de ella, porque yo estaba seguro que, más tarde que temprano, mi situación se aclararía y mi inocencia se encargaría de darme la libertad. La incertidumbre no era tampoco por mi, sino por mi familia, en tanto no sabia como iba a ser tratada por una sociedad que en medio del morbo condena mucho antes que la justicia. En otras palabras, no le temía al fallo de los jueces sino al veredicto de los integrantes de una sociedad cuya verdadera condición humana aflora, en toda su dimensión, frente al infortunio.

De repente fui arrebatado de mis pensamientos por el crujir de una inmensa puerta metálica de dos hojas que se abrieron para darle paso a un camión que, completamente hacinados, como sardinas, transportaba hacia distintos despachos judiciales, en remisión, a decenas de internos con el propósito de atender variadas diligencias. Poco después, a las siete de la mañana, transcurrida una interminable hora, se abrió otra puerta, que en ese momento me pareció un agujero negro, por donde, en medio de los gritos de un guardia, fuimos desfilando, en fila india, esposados unos a otros, y con nuestra carga de ignominia , todos los que ese día alimentaríamos las estadísticas de los detenidos en una más de las cárceles de Colombia. Lo paradójico es que a todos nos estaban privando de la libertad para investigarnos¡, cuando yo le había enseñado a mis alumnos, en medio de mi credulidad, que con la nueva filosofía del sistema acusatorio, primero se investigaba y luego se capturaba.

Trotando, arrastrando unos a otros, fuimos conducidos, como ganado, en un recorrido de casi doscientos metros hasta llegar a una plazoleta circular, al aire libre, en el centro de un desolado patio, donde después de hacernos formar en círculo, en medio de gritos e insultos por parte de la guardia, nos hicieron vaciar sobre el piso mojado y sucio la bolsa negra con todas nuestras pertenencias para, enseguida, hacernos desnudar y proceder, debajo de una pertinaz llovizna, a la más indignante requisa que pueda padecer un ser humano. Aproximadamente diez guardias, jóvenes la mayoría, uniformados y debidamente abrigados, una vez constataron nuestra verguenza, completamente desnudos, en forma desobligante y humillante, ordenaban, mediante gritos, a cada uno de los internos que vaciara los bolsillos de las prendas de las que acababa de despojarse, que las volteara, desocupara su billetera y que se pusiera en cuclillas para revisarle el recto en busca, seguramente, de armas, teléfonos celulares o drogas.

Una vez agotado este ignominioso procedimiento, que se prolongó por otra interminable hora, nos permitieron vestirnos, recoger y empacar nuestras mojadas pertenencias y trasladarnos a lo que, posteriormente supe, se llamaba el bunquer -que es una jaula sucia, con dos baños en pésimo estado, completamente desaseados, sin agua y por supuesto sin papel higiénico para atender las necesidades de los cien reclusos que esa mañana engrosábamos el prontuario de la cárcel Nacional Modelo, - de aproximadamente cinco metros cuadrados, donde depositan a todos los que arriban a la cárcel mientras se les asigna patio, celda o pasillo, ya a las cinco de la tarde.

La larga espera hasta el traslado a los respectivos patios, al filo de las siete de la noche, empezó a las ocho de la mañana, con una formación de varias columnas y con una serie de advertencias, amenazas e instrucciones por parte de la guardia, pues lo primero que hacen es condicionar la utilización del único teléfono al aseo inmediato del recinto y la peluqueada y afeitada inmediata de los mechudos y los no rasurados, para lo que se había dispuesto, por fuera de la jaula, un peluquero que, máquina en mano, iba despachando de manera expedita a cada uno de los usuarios, sin que el derecho al libre desarrollo de la personalidad pudiera ser reclamado por ninguno de los esquilmados. Por supuesto mi problema no era el de la peluqueada, sino, como el de la mayoría, el de la afeitada pues no teníamos los utensilios necesarias para ello, por lo que se nos permitió llegar hasta el sitio donde dejamos nuestras pertenencias, pues no nos permitieron entrar con ellas al bunquer. Los que no tenían, esperaban a que los otros las desocuparan o podían adquirirlas en la cafetería a través de un estafeta que se apareció al otro lado de la reja ofreciendo no solo cuchillas de afeitar sino tarjetas telefónicos, bebidas y comestibles.

Al mismo tiempo que unos voluntarios se ofrecieron a asear el piso de la jaula, aparecieron los rancheros, es decir los internos encargados de cocinar y distribuir los alimentos al interior de la cárcel, con unas inmensas ollas, a las que llaman indios, repartiendo el desayuno que, ese primer día, consistió, para variar, en un café que apenas dejaba adivinar la leche, una colada de avena, un pan y una tajada de salchichón para lo que previamente habían repartido un plato sopero, un plato pando, un pocillo y tres cubiertos, todos de plástico, que debíamos conservar, porque ahí no solo nos servirían el desayuno, sino el almuerzo y la comida de todos los días que permaneciéramos en la cárcel. La sola presentación de los contenedores de aluminio - o de hierro no lo se-, chorreados y humeados, despejó cualquier asomo de hambre que tuviera, además que por mi diabetes no podía consumir este tipo de alimentados, lo que complicaba aún más mi lamentable situación médica.

En el transcurso de la larga espera y después del aseo, el desayuno, la peluqueada, la afeitada y los turnos para usar los baños y el teléfono, nos iban llamando, uno a uno, para la correspondiente reseña, la elaboración de la cartilla biográfica y la foto que hubo necesidad de repetir en varias oportunidades porque el fotógrafo o la cámara no servían, lo cierto es que en eso transcurrió la mañana hasta que llegó el mediodia, con una sopa de frijoles, un plato de arroz y un pedazo de plátano que fue consumido con avidez por la mayoría de los enjaulados, y al que, a pesar del hambre, me rehusé igualmente, mas por cuestiones de salud que de aseo que, sin embargo, traté de paliar con una cocacola dietetica y un almuerzo que vendían los de la cafetería a través del señalado estafeta. De todas maneras debía gastar los pocos pesos que me acompañaban porque al interior del penal, nos lo advirtieron, no se podía ingresar un solo peso, ni siquiera monedas, porque no solo eran decomisadas sino que el portador era disciplinado!.

En medio de todo ese dolor, de esa sensación de impotencia, de soledad a pesar de la algarabía y la multitud, hubo, durante la estadía en la jaula, dos hechos que me llenaron de esperanza: El primero de ellos fue las palabras que durante la formación nos dirigió un guardia , cuyo nombre debería recordar porque fue uno de los pocos cuya condición humana no ha perdido con la profesión, pues acudiendo a la palabra de Dios nos llevó un mensaje de amor, de esperanza, de redención que se prolongó por un lapso de media hora, durante los cuales recobre, un poco, no solo la fe en Dios, sino la confianza en los hombres, pues entendí que no todos eran igual al irresponsable que quiso privarme de mi dignidad mientras averiguaba si era inocente o culpable.

Pero lo que me daba fuerzas para soportar la infamia, lo que me reconciliaba con la vida, lo que al mismo tiempo me hacia sentir el hombre más afortunado, a pesar de lo miserable que me sentía, fue la presencia de mi esposa, que nunca desfalleció, que siempre estuvo a mi lado, desde el primer momento, que sin ningún reclamo, reproche o queja soportó conmigo la carga que significa el estar privado de la libertad y ese día, en el bunquer, cuando apareció al otro lado de la reja, supe que DIOS estaba conmigo y así, con ella y El, cómo me podía sentir desamparado.


Continuará...

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